El Hermano Enrico me ha hecho llegar a través de un mensaje el artículo que ahora comento y os comparto porque me ha parecido muy interesante. El original está en italiano, pero podréis encontrar más abajo una traducción al castellano. Me parece muy inspiradora la reflexión que hace el autor sobre el modelo de comunidad que las congregaciones han estado ofreciendo. Me encantaría organizar alguna mesa redonda o encuentro para reflexionar y debatir la tesis del artículo.
Me he puesto a buscar el artículo en internet, por si estaba en abierto y lo pudiera hacer llegar a más gente. Y ahí estaba, en www.avvenire.it el artículo buscado: «La era de la comunidad infinita».
Nada más leer el artículo me surgieron las siguientes cuestiones:
- ¿Cómo evitar el caer en comunidades narcisistas?
- ¿Estamos reproduciendo en La Salle más odres viejos?
- ¿En qué consiste esa nueva pobreza que se expresa en la renuncia a la posesión de las personas?
- ¿Qué implicaciones conlleva el que las comunidades deben fijarse como objetivo formar personas que no se queden hoy por los compromisos adquiridos ayer, sino por los sueños de mañana?
- ¿Es posible crear comunidades compuestas por personas libres y autónomas evitando la desintegración de la propia comunidad?
- ¿Cómo la constitución de comunidades lasalianas mixtas puede favorecer este nuevo modelo de comunidad carismática?
- ¿Qué tipo de experiencia de comunidad debería ofrecer la Vida Religiosa?
- Las nuevas estructuras que hemos aprobado en el reciente Capítulo de Distrito de ARLEP ¿favorecen el estilo de comunidades infinitas como el artículo propone?
Clicando sobre la imagen puedes acceder a la versión en italiano (más abajo lo encontrarás en castellano):
https://www.avvenire.it/opinioni/pagine/luigino-bruni-logica-carismatica-1
Además, invitamos a seguir al autor en la continuación de esta serie de artículos en www.avvenire.it
Además puedes ver el perfil del autor en este otro enlace: Luigino Bruni
Para facilitar su lectura en castellano, añado una traducción casi automática (con la ayuda de la aplicación deepL.com), también puedes hacerlo directamente desde el enlace en italiano con el traductor de Google.
«Lógica carismática /1. La era de la comunidad infinita
La era de la comunidad infinita
Luigino Bruni
Sábado 21 de agosto de 2021
La madre de Jesús y los hermanos le dijeron:
«Juan el Bautista bautiza para la remisión de los pecados: vayamos a bautizarnos con él».
El Evangelio de los Hebreos, Evangelios Apócrifos, p. 266
Comunidad es una palabra que ha vuelto a ser central. Invocada en la soledad y la enfermedad, buscada y anhelada cuando las comunidades virtuales nos han agotado y sentimos la necesidad de respirar. Sus cálidos y fuertes lazos nos llaman y no nos dejan en paz. Sin embargo, la comunidad está cambiando de forma tan rápidamente que ya no la reconocemos (casi). La metamorfosis se produce en todas partes, pero es muy evidente en el ámbito de las religiones y en las Iglesias, que sin comunidad mueren para convertirse en un estéril consumismo psicológico y emocional. De hecho, es en el seno de las Iglesias y de las religiones donde más se siente la nostalgia y la enfermedad de la comunidad, donde se oye más fuerte su grito, su SOS, su clamor. Cualquier futuro de la experiencia espiritual y religiosa actual no puede sino partir de una reflexión profunda, honesta y radical, sobre la comunidad, con el valor de llevarla hasta sus últimas consecuencias. Esto es lo que intentaremos hacer en esta nueva serie de artículos, en la que exploraremos la gramática de las comunidades, en particular las que nacen de los carismas espirituales. Ya hemos realizado parte de este trabajo en años anteriores. Continuamos nuestro debate inspirándonos también en la tradición bíblica, una mina de oro inagotable.
Hoy podemos decir casi con certeza que Jesús comenzó su actividad dentro del movimiento de Juan el Bautista, donde permaneció durante un periodo no corto (meses, quizás años). Jesús no sólo fue uno de los muchos bautizados por el Bautista, sino que también fue un bautizador (Jn 3,22-24). Y a diferencia de la comunidad esenia contemporánea asentada en Qumrán, cerca del Mar Muerto (cuya Regla ha llegado hasta nosotros), construida en torno a normas muy precisas y estrictas de vida en común, el movimiento de Juan era una realidad fluida, nómada y provisional, donde la gente iba y venía sin una verdadera vida en común. Los que acudían al Bautista se preparaban para el bautismo y, una vez bautizados, comenzaban una nueva vida en su propio entorno, o en otro. El bautismo le liberaba para emprender su propio vuelo libre.
Cuando los monasterios empezaron a florecer en los primeros siglos cristianos, imitaron a Qumrán (quizá sin saberlo), no al movimiento del Bautista, ni al de las primeras décadas cristianas. Quien entraba en un monasterio se convertía en miembro de una institución gracias a un vínculo de pertenencia muy fuerte. Fue un vínculo estrecho, muy estrecho. Siglos después nació el movimiento franciscano, que logró algo radicalmente distinto al monacato: no una vida comunitaria residencial sino mendicante, no la centralidad de la regla sino de la «forma de vida». Francisco y sus compañeros se parecían mucho a Jesús, pero también se parecían mucho al Bautista. Los frailes no eran monjes más simples y pobres: eran algo nuevo y diferente. Nadie, al principio, confundía sus comunidades con los monasterios, era imposible.
La segunda mitad del siglo XX fue testigo de una nueva «edad axial» de los carismas de la Iglesia, comparable a la del siglo XIII mendicante. Los nuevos movimientos y comunidades aportaron importantes innovaciones (por ejemplo: el protagonismo de los laicos, los jóvenes y las mujeres), pero para los miembros más comprometidos (o «consagrados») el paradigma de referencia seguía siendo el de los monjes y otras órdenes religiosas (a lo largo de los siglos se fueron asemejando cada vez más a los monjes), hasta el punto de que llegaron a emitir los tres votos. Innovaron, pero poco en las formas de vida comunitaria y en la relación entre el individuo y la comunidad. No es de extrañar, pues, que los movimientos y comunidades que nacieron y florecieron hace sólo unas décadas se enfrenten hoy a la misma crisis que las órdenes religiosas tradicionales. Por supuesto, siguen teniendo algunas vocaciones más, una edad media ligeramente inferior y algunos jóvenes; sin embargo, la tendencia es la misma, sólo que desplazada unos años. ¿Por qué? Por muchas razones, lo sabemos.
Pero debemos reflexionar sobre un elemento específico y oportuno. Muchos movimientos espirituales de la segunda mitad del siglo XX fueron concebidos en fuerte continuidad con el pasado. Sus fundadores eran hijas e hijos de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo, y de perfecta buena fe pusieron el vino nuevo de sus carismas en viejos odres organizativos e institucionales. Y así, ante los cambios de época de estas dos o tres últimas décadas, los nuevos movimientos y comunidades son poco capaces de responder a los nuevos retos y necesidades espirituales. Sus innovaciones han sufrido una rápida obsolescencia, hasta el punto de que para un observador externo una comunidad de vida consagrada de Cl [Comunión y Liberación] o focolares no parece hoy sustancialmente diferente de una casa salesiana o de una comunidad de hermanas paulinas.
De ahí el primer mensaje: las viejas y nuevas comunidades deseosas de futuro deberían empezar a tomarse mucho más en serio la urgencia de un cambio importante en la vida comunitaria. En cambio, hacen poco, creyendo que la renovación necesaria consiste en una vuelta al carisma de los primeros tiempos, o en una nueva radicalidad espiritual. Y así invierten la poca energía que les queda en batallas secundarias, que luego se convierten en las únicas – cuando hay pocas fuerzas en el campo, es fatal equivocarse de batalla-. Se necesitan nuevas formas de vida comunitaria, más parecidas al movimiento bautista que a Qumrán. Pero no es fácil entenderlo, porque la escasa «demanda» de vida comunitaria actual suele provenir de personas frágiles en busca de afiliaciones fuertes, atraídas por el recuerdo de las comunidades de ayer. Sin embargo, en el nuevo ecosistema espiritual del siglo XXI, sólo sobreviven realidades más líquidas y menos estructuradas, descentralizadas y menos compactas, deltas y no estuarios, que no agregan a las personas a través de reglas y limitaciones jurídicas, sino con la fuerza del mensaje del carisma y la experiencia concreta. Más tienda y menos palacio, más campamento y menos institución, más espíritu y menos ley, más invitados y menos amos, más provisionales y menos estables, más promesas y menos votos. Comunidades en las que las personas son ayudadas a alcanzar una condición subjetiva de libertad y, por tanto, de autonomía por la propia comunidad, que no busca una identificación total y omnímoda con el carisma comunitario. Porque cuando sucede (y ha sucedido con demasiada frecuencia) pronto llega el día en que la persona, a fuerza de decir «nosotros», ya no sabe decir «yo» y, por tanto, ya no sabe responder a la pregunta crucial: «¿pero quién soy yo?». Ayer, «soy un monje» era una respuesta suficiente. Hoy ya no es suficiente, no porque el carisma de Francisco haya disminuido, sino porque la historia, fecundada también por el cristianismo y sus carismas, ha aumentado el número de personas y su conciencia. Así que el «soy fraile» (que permanece) debe ir acompañado de algo más, algo íntimo que ninguna comunidad puede ofrecer en nuestro lugar, y si lo hace crea neurosis y agotamiento.
La pregunta crucial es entonces: ¿es posible crear comunidades compuestas por personas libres y autónomas evitando la desintegración de la propia comunidad? La pregunta no es retórica, porque toca el primer vulnus [herida o llaga] de las comunidades de ayer, que tuvieron que reducir la autonomía de sus miembros para sobrevivir como comunidad. El origen de la palabra latina communitas oscila entre dos etimologías diferentes y opuestas: cum-munus, es decir, don común, y cum-moeni: muros comunes. Las comunidades (comenzando por la familia patriarcal) han construido sus edificios colectivos utilizando los propios ladrillos de la escasa o nula autonomía de sus miembros. Libremente cada uno dio su libertad, que una vez dada ya no existía, como en todos los dones verdaderos, y esos dones acabaron construyendo muros para «proteger» esos dones. Las comunidades ponen barreras de salida muy altas alrededor de su gente. Así que la gente entraba y apenas salía (salvo a un coste muy elevado, para las mujeres insoportable). Muros físicos, espirituales y psicológicos, tanto que cuando la puertecita quedaba abierta, el pájaro se quedaba dentro de la jaula, sin fuerzas para emprender el vuelo en un mundo demasiado desconocido, y acaso tal vez el gato entraba por esa puerta.
Las comunidades de hoy vivirán si bajan sus barreras a cero, transformando los muros en puentes, porque es en esos puentes donde pueden entrar las nuevas vocaciones. Urge una nueva pobreza, que se exprese como renuncia a la posesión de personas, la pobreza más difícil de vivir en las comunidades, porque las personas son su única riqueza: y cuanto más se vive la pobreza de bienes, más crece la no-pobreza de personas. Las comunidades que saben vivir al borde de su propio precipicio vivirán. Una buena comunidad carismática en el siglo XXI sólo puede ser una comunidad trágica, que se va a dormir cada noche sin saber si se despertará mañana, y que cada mañana da gracias porque sigue ahí. Si se quiere tener gente generativa, creativa y libre, hay que generar una cultura en la que la gente sea tan libre que no se pueda controlar en los aspectos más importantes de su vida. Hay que aprender a vivir en medio de un gran ir y venir de personas, porque generar personas libres significa ponerlas en condiciones de poder salir un día. Las comunidades, especialmente las espirituales e ideales, deben fijarse como objetivo formar personas que no se queden hoy por los compromisos adquiridos ayer, sino por los sueños de mañana. Es el futuro, no el pasado, el espacio para las promesas capaces de liberar verdaderamente a las personas. No nos quedamos recordando un pasado que nos aprisiona, sino imaginando un futuro que nos siga liberando a nosotros y a los demás. Y el «para siempre» que hace que se viva bien son los que miran hacia adelante, porque los que miran hacia atrás sólo pueden crear estatuas de sal.
Un buen fundador de una comunidad -pero también un padre, un directivo o un profesor- debería alegrarse cuando ve a «sus» mejores personas alzar el vuelo, y no consumirlas para sus propios (importantísimos) proyectos . Tanto es así que un indicador de la calidad ética y espiritual de una comunidad carismática es la proporción entre las personas excelentes que han pasado por ella y las que han permanecido en ella durante mucho tiempo: cuanto más alta es, mayor es la calidad; cuanto más se acerca a uno, más estamos dentro de comunidades narcisistas. Siempre es muy triste ver a los líderes rodeados durante mucho tiempo de sus mejores alumnos, a veces hasta la jubilación, y es aún más triste ver cómo esos mejores alumnos de ayer se desvanecen con el paso de los años por falta de aire libre y amplios horizontes. Un día, de forma indefinida, Jesús de Nazaret dejó el movimiento bautista para seguir su propia vocación, para dar a luz a su propia comunidad diversa. La «comunidad» libre de la Juan fue un terreno tan fértil para generar la libertad infinita de Jesús. El Reino de los Cielos es el lugar de las comunidades infinitas.»
l.bruni@lumsa.it