Un encuentro tenido en Cala Morlanda (Manacor) me da pie para compartir estas ideas.
Todos necesitamos tener conciencia de la propia identidad. Hay una identidad personal. Es básica para sentirse enraizado. Y también para tenerla como grupo de referencia al que pertenecemos.
La personal es indispensable. Sin ella faltaría sentido a nuestra vida y a todo lo que hagamos con ella. Lo que cada uno somos es el punto de partida para los diálogos interiores que nos vamos haciendo a lo largo del día.
Necesitamos situarnos en el propio ser, en el ‘para qué’ estamos vivos en este instante, y en el ‘por qué’ estamos haciendo lo que hacemos.
Además, como miembros de un grupo, precisamos descubrir lo que los demás esperan de nosotros. Para no defraudarles. Y para exponer las posibilidades individuales en el campo del hacer. Tal vez no sea urgente hacerlo en los inicios y de modo global. Con el tiempo se irá viendo, pues una comunidad no está hecha desde el primer día.
Hago un inciso. El actor de teatro es consciente de que su personaje no es su identidad. A sabiendas, y por un tiempo, se identifica con alguien que no es él. Para hacer bien su cometido parece como si dejara de lado su propia identidad. Pero, acabada la función, retoma de lleno lo que él es en verdad. No ha perdido la identidad de su ser, aunque en un momento puntual haya usado prestada otra identidad en su hacer.
Este ejemplo nos lleva a descubrir lo que ha de ser permanente en nosotros dentro de la propia evolución. El ‘hacer’ puede ser muy diverso, pero conviene hacerlo desde la identidad real y madurada.
Tal observación vale para todos, sea un campesino, un profesor, un religioso. El empleo al que se dedica como profesión social es diferente de la identidad básica. Aunque conviene que los dos vayan muy unificados, a fin de que uno y otro puedan mejorar con sucesivos saltos de nivel, favorecidos por la experiencia.
La adolescencia fue el momento en el que empecé a preguntarme quién era yo. No hubiera sido bueno que toda la vida continuara siendo un adolescente. Un día elegí el camino que veía mejor para mí. Y me lancé decididamente por él, tras haberlo discernido personalmente, ayudado por quienes me querían.
Ya en este momento, veo la vida religiosa como algo que enganche y no se cure: una fuerte droga que nos vuelva locos por Cristo. Seguros de que estamos en la buena dirección. De que seguimos realizándonos en una misión por la que vale la pena gastar la vida (como una vela encendida).
Del MIT han brotado la mayoría de Premios Nobel. Muchos de ellos continúan trabajando allí. Esos científicos siguen entusiasmados en investigar el filón que un día descubrieron: tienen verdadera vocación de lo que hacen, lo viven…hacen lo que son.