Autor: Oesterheld, Jorge
Editorial: PPC , 2020.
128 páginas.
ISBN: 9788428836258
Sí, es verdad. Vivimos en tiempos donde las iglesias se están quedando vacías, y no solo a causa de la pandemia, sino por otras razones que el autor del libro pretende destacar.
Sería muy fácil acudir a que ahora hay una falta de fe que cada vez más se pone de manifiesto por un abandono de la religión, por un desgaste de vida cristiana que lleva a abandonar toda práctica o por una desafección a la Iglesia porque se estima que sigue en tiempos decimonónicos.
Todo lo anterior es verdad y no se puede ocultar. Pero desde el principio el autor nos hace caer en la cuenta de un equívoco que puede aclarar las cosas. Él distingue entre templos vacíos e iglesias vacías. Y no son lo mismo, pues lo primero hace mención a la construcción física de un tempo (sus paredes, sus bancos, su espacio…). Mientras que iglesia hace mención a otra cosa (aunque las confundamos con frecuencia en el lenguaje común de cada día). Iglesia es, «ἐκκλησία» (transliterado como ekklēsía), que en latín es «ecclesia» y hace mención no a paredes o espacios, sino a la reunión de creyentes, a la comunidad de creyentes en torno a una misma fe. En este caso, en Jesús de Nazaret.
Vistas así las cosas, cuando leemos de nuevo el título las referencias cambian. ¿Qué ha pasado para que las comunidades de creyentes “estén vacías”, de sentido, de significado, de la propia comunidad… para que podamos hablar que han quedado vacías?
Desde esa pregunta, el autor va recorriendo diferentes aspectos que hacen que una comunidad crezca o no. Y van apareciendo términos como “indiferencia”, “desconocimiento mutuo”, “perplejidad”, etc. que hacen caer en la cuenta de que algo profundo no se ha cuidado del todo y hay muchos que abandonan, que desertan, que se aburren o que piensan que esto de la fe, la celebración sacramental, la eucaristía o lo que se vive en la Iglesia, no va con ellos.
Y no es sólo por la homilía, a la cual el autor se refiere en algún momento como aquel espacio que se transforma en un elemento reivindicativo o en un “echar las culpas” a los que están (porque el mensaje va para los que no han venido) o por una muy mala preparación de las mismas por parte del sacerdote.
Así surgen posturas defensivas que hacen que el mensaje que se transmite sea muy poco interesante porque reflejan comportamientos y deseos humanos y no de Dios.
¿Dónde ahondar para ser creíbles como Iglesia de Jesús, como comunidad de creyentes en la fe del evangelio? Pues el autor da algunos elementos muy claros: hay que agrandar la casa para que quepan todos. O sea, acondicionar la casa para que haya más espacio y no sea lugar de exclusión. Es decir, posibilitar el derecho de pertenecer y abrir la comunidad de creyentes a los que no piensan o sienten como nosotros (en lugar de andar excluyendo a cada paso).
Porque un elemento determinante que nos capacita como comunidad de creyentes, de verdad, es la actitud que se tiene ante el sufrimiento humano. Y ello nos hace, si somos honestos, preocuparnos menos de si cumplimos o no los mandamientos para colocar nuestra coherencia cristiana donde debe estar. Así lo demuestran los textos sagrados; y cuando cualquier se acerca a estos textos, que nos suenan como situaciones de hoy, vuelve a salir la necesidad de justicia para las víctimas. Por eso, agrandar la casa, exige renuncias pues supone modificar el “espacio” de acogida, cambiar la mirada para que en esta feria de religiosidad en que se ha convertido nuestra sociedad, en estas búsquedas muchas de ellas honestas, los cristianos sepamos ofrecer el testimonio de un evangelio fresco, actual, retador y con sentido.
Y para ello, hay que entrar en relación con los “que no vienen” a nuestras celebraciones, ir al encuentro de los alejados, buscar cauces para que se puedan sentir a gusto entre nosotros y menos preocupados por rituales que no entienden o no les dicen nada. Por eso es conveniente hacerse la pregunta: ¿Por qué se fueron? ¿Acaso nuestras formas de expresar la fe requieren otras formas más actuales y comprensibles? ¿Dónde hemos dejado a Dios?
Necesitamos comunidades cristianas muy respetuosas con la libertad de los individuos que dudan, pero que tengan la posibilidad del encuentro con otros creyentes, como les pasó a los de Emaús. Y eso hay que posibilitarlo en nuestras iglesias, en nuestras comunidades creyentes, sin perder nunca de vista que los pobres son los que nos evangelizan y nos dan la razón de nuestro compromiso cristiano.
Termina el autor (sacerdote argentino y asiduo colaborador de la revista Vida Nueva), luego de desarrollar a lo largo de los cuatro capítulos del libro (1. Iglesias vacías; 2. Una iglesia a la defensiva; 3. Agrandar la casa; 4. Cambiar la mirada.) con este texto que trascribo:
“… ¿No estarán muchas iglesias vacías de tanta insistencia en que la oración, las misas, los rituales de todo tipo son muy útiles, muy necesarios, indispensables, obligatorias? ¿No sería precisar enseñar que las iglesias no sirven para nada de acuerdo con los criterios de «utilidad» de nuestro tiempo? ¿No deberíamos decir que rezar no sirve para nada para quienes solo se fijan en la utilidad de las cosas? ¿No deberíamos acercarnos a la oración como aquellos peregrinos que llevaban ‘velas inútiles’ que solo Dios veía en su significado y belleza…?” (pág. 119-120)
“En las iglesias vacías no falta Dios: falta quienes lo buscan y lo aman, faltan los discípulos que huyeron asustados… Pues más allá o más acá sigue sonando ese grito: «El Señor viene»” (pág. 124)