Para mí, en este momento, conocer a Jesús, conocerle de veras, hasta donde es posible, quiero que sea desde el corazón. No me basta con la inteligencia. Para ello necesito centrarme. Puedo hacerlo en la meditación, partiendo de la Biblia, sobre todo del Evangelio.
Tomo un trozo corto, bien elegido, a veces un versículo. No cualquiera, sino uno que me diga algo. Me detengo en él, sin analizarlo, sin preocuparme de la exégesis. Lo tengo delante de mi vista. Lo leo y releo, creyendo en lo que dice. Lo dejo que repose en mi interior. Lo guardo, como hacía María. Que eche raíces. Que sea Jesús mismo el que me lo haga entender. No según yo, sino según Él. Veo que es la mejor manera de comprenderle, desde Jesús mismo. Por algo le llamamos Maestro. No es lo mismo descubrir quién es Jesús que saber cosas sobre Él por los libros.
Hasta Pascua estoy eligiendo pasajes sobre sus últimos días, su aceptación de la muerte. Creo que un niño es capaz de aceptar la muerte más fácilmente que un adulto. La persona mayor, sobre todo si ha pasado años lejos de sus padres, sin mucha relación con ellos, se habrá fabricado su propio ambiente. Y es posible que no le haga mucha gracia volver a la casa paterna que la tiene más o menos ninguneada.
Esta idea me hace entender mejor los sentimientos que tiene Jesús caminando hacia su muerte: su agonía en Getsemaní, su valentía en echar por el suelo una religión desvirtuada, más basada en la ley que en el amor a Dios y a los hermanos.
La vuelta al Padre, con el que cada día ha estado más unido (visto desde su humanidad), no le hace temer la muerte. Y se arriesga con valentía a decir La Verdad, a pesar del peligro para su vida. Si algo le produce temor, no es tanto perder su vida humana, cuanto el tener que abandonar tan pronto a los hombres.
Se diría que hubiera deseado alargar algo más su estancia para acabar de consolidar lo que tenía que revelarnos de parte del Padre.
Su deseo no era haber ganado popularidad. Sí, el ver suficientemente maduros a los de su comunidad apostólica, ya que veía acabarse el tiempo disponible para ejercer la misión que tenía encomendada y formar a los que eligió para ser sus Apóstoles.
A los suyos les anunció, no tanto que se iba, sino más bien que le liquidarían por seguir enseñando lo que predicaba.
Pero no los abandonó. Les prometió que el Paráclito continuaría la obra empezada por él de un modo visible, al encarnarse. Su Espíritu residirá en el interior de cada creyente y no podrá detenerlo ninguna autoridad civil o religiosa.