“Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas dunas de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
– ¡Ayúdame a mirar!”

(Eduardo Galeano)

Una entrañable y sencilla historia, que concluye en un grito desgarrador: “¡Ayúdame a mirar!“. Acercarla a la tradición de nuestras historias personales y comunitarias, como evangelizadores y portadores de esperanza, nos sugiere toda una diversidad de interpretaciones que nos llevan al corazón mismo de nuestra identidad de creyente, hombres y mujeres que creen en la humanidad. Por tanto, en este primer momento, os invito a hacer un ejercicio de visualización -“interiorización”- que nos permita entrar en la hondura de nuestra vida humana y de nuestra misión apostólica, como testigos de un nuevo amanecer.

Con simple realismo, hemos de revelar que cada línea, cada expresión, cada escena y metáfora de este cuento encierra un paralelismo axiomático con nuestro mundo vocacional y misionero. Toda una simbología descriptiva que marca los perfiles del quehacer de todo discípulo y seguidor. “¡Ayúdame a mirar!”, ¿no es el grito silencioso, casi imperturbable -y ocurrente-, de nuestros niños y jóvenes a pie de aula o patio, en los enclaves de nuestra cotidianidad, en los encuentros con los hermanos y hermanas más vulnerables y en búsqueda de una palabra, de una respuesta de sentido, allá en los espacios fronterizos y periféricos de nuestra sociedad…? ¿No es el encuentro al que nos enfrentamos cada día? ¿No es la expresión vocacional de nuestro ministerio educativo y evangelizador? Y, hoy, ¿no es el clamor de nuestro mundo que grita, en silencio y aislado, en búsqueda desesperada de un abrazo que le agarre, dramáticamente, a la vida?


¡Es tiempo de abrazos! (cf. Qo 3, 1-8)

En el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el verbo abrazar, en sus variadas acepciones, nos transcribe los siguientes significados: ceñir con los brazos; estrechar entre los brazos en señal de cariño; rodear, comprender, contener, incluir; admitir, escoger, seguir una doctrina, opinión o conducta; o, dicho de una persona, tomar a su cargo algo.

Todos tenemos experiencias de abrazos, de ser abrazados y de abrazar. En la memoria quedan retenidos. Algunos inolvidables y sentidos, irrepetibles, guardados en el corazón, y, quizás, otros que, por su despropósito, no debieron ser por su frialdad o indiferencia expresiva, provocados por el reglado formalismo de un desencuentro.

Sin embargo, el profundo sentido del abrazo es la forma explícita y expresiva de compartir, a corazón abierto, la intimidad de los momentos importantes de la vida, sus manifestaciones de alegrías y consuelos, las venturas y los sinsabores que provocan la conciencia profunda de nuestra humanidad. Así, con certeza, podemos decir que estos, los abrazos, son espacios de compasión, donde el otro se hace “cuerpo” en mi alegría o “bálsamo” en mis heridas; son espacios de refugio que me estrechan, en su acogida, a los brazos del otro, que me “hacen huésped” en su vida, acompañados, recreados en una historia común, única. Pero el semblante singular del abrazo, casi imperceptible en su gesto, reside en tocar corazón contra corazón, es decir, en la común unión de corazones: Mirar (latir) con el corazón del otro.

Hoy es ¡tiempo de abrazos! Nuestra humanidad necesita personas “expertas en abrazos” que acompañen y ayuden a mirar todo lo que nos acontece con ojos despiertos, lúcidos, desafiantes, que hagan propuesta de que otro mundo es posible. Hoy, nos urgen hombres y mujeres “misioneros”, apasionados por las ‘cuestiones con causa’ que clama la geografía humana y espiritual de nuestra gente. Hombres y mujeres, abrazados al mundo y abrazados por el Dios del mundo, con mirada de fe y con corazones sembrados en la tierra de nuestra frágil humanidad, que hablen con encanto de la vida.

Sí. Nuestro mundo necesita hoy estas historias cercanas que saben a abrazos, donde se hace visible y ofrenda la esperanza. Historias que van a contracorriente, en camino y en salida, implicadas en el latir de la búsqueda de un mundo mejor, posible, humano y hermano. Historias que van directas al corazón de un mundo que clama por la vida y se hacen eco del mismo corazón de Dios, de sus entrañas de misericordia (ver Evangelii Gaudium 112).


Hermanos y hermanas, amigos y amigas: Vivamos este tiempo de coronavirus como un tiempo para crecer interiormente, fortalecer nuestra ánima, ensanchar nuestros corazones y nuestra fraternidad, y hacer fecunda la tierra que pisamos con gestos y palabras que ofrezcan esperanza. Convirtamos este tiempo en un espacio de retiro, para el encuentro con uno mismo y con los demás, y, así, podamos dar respuesta a ese nuevo amanecer que nos espera cuando todo esto pase.

Que hablen nuestras vidas y expresen la realidad de nuestros sueños, los sueños de “ver salir el sol cada mañana”, donde brille la luz de la fraternidad, la misericordia, la ternura, la solidaridad, la justicia, … Nuestras experiencias más humanas, las que nos acercan al corazón herido de nuestros hermanos y hermanas, han de ser “ventanas que dan a Dios”, y, simplemente, “¡porque somos cristianos!” (Mons. Carlos Amigo).

Nuestra promesa, en este momento, es confirmar que es ¡Tiempo de abrazos!


En su momento fue una noticia que conmocionó a nuestro mundo e hizo que nuestras miradas se giraran como una respuesta inmediata y solidaria, cercana. Cuando se cumplen ya más de un lustro de la catástrofe, Nepal sigue en la tarea de levantarse de sus ruinas, en los trabajos interminables de reconstruir un paisaje aparentemente humano donde la vida pueda sostenerse y surgir de los escombros. Quizás, su eco haya desaparecido de nuestras mentes, casi en el olvido, pero aún sigue latente los clamores silenciosos que envuelven a todo un pueblo huérfano, desolado, dejado a su suerte.

Con todo, la vida sigue. En verdad, las auténticas historias son narradas en los escenarios anónimos de la “proximidad”. Son historias de coraje y superación que dan hondo sentido a las conquistas de cada día, con rostros concretos, que se agarran, con firmeza, a la esperanza prometida.

Como muchas otras, es la historia de Ansu, una niña nepalí, de ocho años, y de su amigo Kismat, de la misma edad, con parálisis cerebral, y que residen en un centro de acogida de niños discapacitados en Hetauda, a unos 80 kilómetros de Katmandú. Cuando sea mayor, Ansu quiere ser enfermera o médica.

Fue el 12 de mayo de 2015. La tierra tembló por segunda vez en el pequeño país. Los niños y voluntarios residentes del centro de acogida se precipitan corriendo al patio, menos Ansu, que decidió correr en dirección contraria, hacia el interior del edificio, en búsqueda de su gran amigo Kismat. Él, por sí solo, no iba a poder salir, y así:

“Pese a que el suelo temblaba bajo sus pies, Ansu agarró al niño de los brazos y lo sacó a rastras de su cuarto para evitar que muriese si se derrumbaba el edificio. La escena se producía ante la mirada atónita de voluntarios y enfermeras… Para quienes conocen a Ansu no fue tanta la sorpresa. A su corta edad se ha convertido en una madre para Kismat, a quien carga en brazos muchas veces a pesar de que apenas puede con él. Le da de comer y lo cuida… La niña le dispensa la atención maternal que ella nunca recibió…” (“La pequeña heroína de Nepal”, en el Magazine XL Semanal ABC, nº 1444 -28 de junio al 4 de julio 2015-, pp. 40-44)

Una parábola de hoy, esculpida en la pastoral de los abrazos. Unos ojos profundos, iluminados, de mirada penetrante y trasparente, inocente y audaz, avizores a las mil y una situaciones imprevisibles que reclaman su activa escucha. Estrechado contra su pecho, acurrucado, como un miembro más de su pequeño cuerpo, su amigo Kismat, el tesoro que configura la semblanza evocadora de su historia. Frente a frente, unos rostros confidentes, respetuosos, bienaventurados y agraciados, que susurran, sin palabras ni parálisis, la calidez de una vida acogida, sostenida y abrazada sin medida. Para ambos, unívocamente, los sueños y la realidad es lo mismo: Es el sencillo arte de vivir como hermanos.

¡Todo un canto a la vida! ¡Un canto de amor! No hay otra definición más cierta y bendecida de la fraternidad. Nada ni nadie le frenará en su empeño de salir en ayuda de su hermano. Así es. En Kismat, su amigo para siempre, Asun ha encontrado el sentido más profundo y genuino de su vida, la expresión más valiosa de su humanidad, el inocente y espontáneo latir de su gran corazón.

No sé si la pequeña amiga Asun seguirá persiguiendo su sueño de ser enfermera o, quizás, médico, pero sí podemos afirmar que su testimonio -su pequeña vida- nos ha hablado, sin rubor ni artificio, del hondo sentido de vivir, que nace de su sabiduría de pobre (ver Mt 25, 31-46).