“Si quieres, puedes limpiarme”. Sencillo, humilde, claro.
El leproso nos demuestra con estas breves palabras la total confianza y fe en Dios, el abandono a su designio, el encuentro libre y voluntario con Él.
Nos manifiesta convicción: «Señor, estoy en tus manos. No tengo nada. Tú lo puedes todo. Tu amor lo invade todo. Yo vengo ante ti, humildemente, como tu hijo,… haz conmigo lo que tú quieras».
El leproso se acerca a Jesús y le dice suplicando que le limpie. Pero ¿por qué limpiarle y no curarle? La lepra en época de Jesucristo, a parte de ser una enfermedad, era un motivo de repudia, aislamiento, condena social, de rechazo recogido en la propia ley judía. El leproso era impuro y como tal estaba prohibido hasta tocarle; el tocarle implicaría automáticamente el volverse impuro como él. Sólo Dios podría curar al leproso. Pero Jesús lo toca. ¿Se convierte en impuro? Ante la ley judía sí. Pero a él no le importa, sigue transmitiendo a voces, a través de símbolos y de actos, la llegada del reino de Dios a la tierra. No ese reino encorsetado y totalmente regulado que la élite judía transmitía y defendía. Jesús rompe barreras y habla del amor incondicional, de la misericordia, de la compasión, de la igualdad de todos ante los ojos de Dios, de la ausencia de normas humanas en la llegada al amor del padre.
Un hombre enfermo de lepra se acercó a Jesús, y poniéndose de rodillas le dijo:
– Si quieres, puedes limpiarmen de mi enfermedad.
Jesús tuvo compasión de él, le tocó con la mano y dijo:
– Quiero. ¡Queda limpio!
Al momento se le quitó la lepra y quedó limpio. Jesús lo despidió en seguida, recomendándole mucho:
– Mira, no se lo digas a nadie. Pero ve, preséntate al sacerdote y lleva por tu purificación la ofrenda ordenada por Moisés; así sabrán todos que ya estás limpio de tu enfermedad.
Sin embargo, en cuanto se fue, comenzó a contar a todos lo que había pasado. Por eso, Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo, sino que se quedaba fuera, en lugares donde no había nadie; pero de todas partes acudían a verle.
Y este mensaje es el que nosotros, como cristianos, intentamos construir cada día. Pero, ¿somos capaces? Hoy seguimos rodeados de leprosos, leprosos económicos, leprosos sociales, leprosos culturales, leprosos afectivos,… En nuestra sociedad acudimos día tras día a la proclamación pública de nuevos leprosos, gente que aislamos, gente que repudiamos, gente que no integramos en nuestra sociedad porque son diferentes, porque son distintos… Los rechazamos y evitamos el contacto con ellos. Dejamos que estereotipos, que prejuicios, que miedos infundados nos invadan y lo proyectemos sobre ellos: inmigrantes, mendigos, drogadictos, sida, prostitución, alcohólicos,… parias sociales, pobreza, raza, color, religión, … inculturación social que no sabemos cómo abordar,… ¿Nos paramos a verles? ¿Nos paramos a intentar conocer su historia? ¿Nos paramos a ver como podemos ayudarles? Es más fácil pasar de largo, anular su visión y enfrentarnos a nuestra bien armada comodidad social. Repudiarlos y esperar que otros, si quieren, se hagan cargo de ellos.
Pero el mensaje es simplemente el contrario. Dejemos de lado todo criterio que no sea la aceptación del distinto, la integración del extranjero, el amor al prójimo, el servicio al necesitado, el que a imagen de Jesús nos salga espontaneo un “quiero”, aunque a veces tengamos que romper con lo establecido y nos convirtamos en impuros de cara a la sociedad.