De nuevo nos despertamos el jueves pasado (día 14 de julio, fiesta nacional en Francia) con la secuela del terror y del más completo escepticismo: la barbarie hacía de nuevo estragos, segando la vida de muchas personas, niños incluidos (lo cual nos da un plus mayor de indignación ante el hecho).
Tratar de buscar explicación a un acontecimiento que siega la vida de 84 personas (dejando un reguero de personas heridas de más de doscientas) es inútil porque el terrorismo no tiene explicación convincente. Se hace porque, en la cabeza de los autores se cree hacer un bien que sólo está en su mente, librando una batalla que creen tener ganada, aportando terror, miedo, dolor y muchas otras cosas más.
Es verdad que las personas honestas, de bien, se preguntan el porqué de estas actuaciones. Y de nuevo no saben qué explicación dar. Y nos ponemos todos a razonar qué podemos hacer para que esto no se vuelva a repetir (aún a sabiendas, de que no hemos acabado con la lacra del terrorismo y, por desgracia, seguiremos padeciendo ese horror).
Pero como educadores tenemos en las manos el poder más fuerte que nos capacita para ir erradicando (acaso con menos rapidez de la que quisiéramos) la lacra que asoló NIZA la noche del 13 de julio: es la educación. Si, la EDUCACIÓN, con mayúscula.
Porque nuestro saber de educadores aporta valores que construyen a la persona y que posibilitan que, a la hora de decidir, cuente más el bien que se puede aportar a los que viven cerca de nosotros que el mal que podamos causar; porque educar es hacer aflorar la bondad innata que tiene el ser humano y poner todos esos recursos al servicio de los que conviven con nosotros; porque educar es facilitar a los alumnos, sin imponer, criterios que ayuden a las jóvenes generaciones a batallar por el bien por encima del mal, a trabajar por el progreso de los hombres y las gentes y no a destruir vidas, a posibilitar un mundo más humano que sea capaz de crear vida, una vida mucho más humana, para todos; a hacer que los alumnos/as, jóvenes generaciones con un futuro que creemos prometedor, piensen más en cómo contribuir al progreso de todos que no a sembrar terror, discordia, luto y muerte.
Por eso, estos atentados nos hacen caer aún más en la cuenta de que nuestro papel como educadores es clave. Que no podemos estar lamentándonos como gallinas (que se me perdone la expresión) como si solo esa fuera nuestra aportación. Supone renovar el compromiso por seguir educando en valores humanos y cristianos, en poner nuestra persona al servicio del bien común desde lo que mejor sabemos hacer: educar. Seguro que así, el terrorismo acaso no desaparece, pero nuestra contribución a evitarlo ha sido valiosa. ¡Enhorabuena por ser educador, por vivirlo y por comprometerte aún más a ello!