Hoy el Evangelio nos presenta a Jesús entrando en Jerusalén encima un burro. ¿Os imagináis qué cara de sorpresa debieron de poner los habitantes de Jerusalén al verlo. ¿Pero que hace? En las ciudades se entra a caballo, como los guerreros y poderosos. ¿Pensáis qué burla si el emperador romano o un general de cualquier legión entrara así?
Todos los judíos esperaban al Mesías. Mucha gente creía que este Mesías era Jesús. Y el Mesías entraría victorioso, poderoso, arrasando a estos romanos que los habían conquistado. La gente ha salido con ramos y mantos a esperar el liberador, y se encuentran al de Nazaret a ritmo de pata corta de un pollino. ¡Qué desengaño! Nos sentimos estafados por este profeta, dirían.
Probablemente Jesús se sabía el centro de todas las miradas. Y decidió hacer un gesto de auténtico profeta: Él, que no nació en ningún palacio, sino en una cueva, dentro un pesebre, sin más servidores que unos pastore; Él que criticó a quienes eligen los primeros lugares…. el mismo que puso en evidencia a sus discípulos porque discutían por el camino quién era el más importante; Jesús, el amigo de pecadores y prostitutas, de enfermos y de gente de mal ver; Él que en pocos días lavará los pies a sus amigos, el mismo que partirá el pan y derramará el vino como signo y resumen de todo su mensaje y vida: Él, ¡como tenía que entrar a caballo! ¡nunca en la vida!
Es lógico que mucha gente no entendiera este signo. También lo es que muchos le retiraran su apoyo porque defraudaba sus expectativas. No es extraño que el pueblo lo dejara abandonado ante Pilatos, o que clamaran por crucificarlo.
Pero Jesús vive y piensa de otro modo. Él tiene la experiencia de Dios que ha puesto su tienda en medio de los excluidos y necesitados, no de los famosos y ricos. Él lleva el mensaje de un Dios compasivo, tierno, humilde, que espera, que estima, que desea pero no impone, que cuestiona pero no coacciona, que pide pero no interviene, que inspira pero calla, que es Dios pero deja a la persona libre…
Mt 21, 1-11
Al llegar cerca de Jerusalén, entraron en Betfagé, junto al monte de los Olivos. Entonces Jesús envió a dos discípulosencargándoles:
– Id a la aldea de enfrente y enseguida encontraréis una borrica atada y un pollino junto a ella. Soltadla y traédmela. Si alguien os dice algo, le diréis que el Señor los necesita. Y enseguida los devolverá.
Esto sucedió para que se cumpliera lo anunciado por el profeta: Decid a la ciudad de Sión: mira a tu rey que está llegando: humilde, cabalgando una borrica y un pollino, hijo de acémila.
Fueron los discípulos y, siguiendo las instrucciones de Jesús, le llevaron la borrica y el pollino. Echaron los mantos sobre ellos y el Señor se montó. Una gran muchedumbre alfombraba con sus mantos el camino. Otros cortaban ramas de árbol y alfombraban con ellas el camino. La multitud, delante y detrás de él, aclamaba: – ¡Hosana al Hijo de David! Bendito el que viene en nombre del Señor. ¡Hosana al Altísimo! Cuando entró en Jerusalén, toda la población conmovida preguntaba: – ¿Quién es éste? Y la multitud contestaba:
– Es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea.
Los cristianos seguimos a Jesús y creemos en el Dios que él nos ha transmitido. Es un Dios que no entra a caballo en nuestra vida. Es padre bondadoso y no juez implacable. Es fuuerza, pero nos la regala y la coloca en nuestro interior. Es necesario que nos quedemos con esta imagen de Jesús encima un asno. Nosotros deseamos tantas veces estar por encima de los otros, tener reconocimiento, ser importantes… Tantas veces huimos de los que nos piden ayuda, encontramos excusas para no hacer lo que sería bueno y apropiado, perdemos el tiempo al buscar la propia gloria, sólo tenemos oídos por quienes nos adulan: ¡nos gusta entrar a caballo!
Para celebrar esta semana santa y poder participar de la resurrección habrá que bajarse del caballo y buscar vida en el amor directo a nuestro prójimo, porque del contrario no hemos entendido a Jesús.