Interesante conferencia del escritor y sacerdote Pablo D’Ors sobre la meditación y el silencio.

La conferencia se realiza en las XLII Conversaciones de San Esteban 2013-2014, Facultad de Teología Dominicos.
La descubrí en un enlace de www.feadulta.com

Es una excelente síntesis de lo que significa meditación y silencio. Contado desde la experiencia personal. Los que trabajáis HARA comprobaréis que es muy coherente con nuestro planteamiento de trabajo de la interioridad.

Es un vídeo y dura 53,14 minutos.

Destaco las siguientes afirmaciones:

– Creo en el poder del silencio, y creo en el poder de la contemplación. 

– La contemplación no es para que esas baterías que necesitan cargarse… y luego cambiar la realidad. Sino que creo que ya la contemplación y el silencio ya es transformador, ya es eficaz.

– No hay aventura mayor que entrar en uno mismo.

– Meditación es silenciamento, no reflexión.

– [Muy interesante la historia que cuenta de la mujer que quería hablar con él] 5’29» – 9’39»

– La oración suele convertirse en una verborrea… es lo que suelen ser nuestras liturgias.

– Si no nos escuchamos a nosotros mismos no podemos escuchar a Dios, que es el huésped del alma.

– Decimos, me aburro… como un adolescente… de estar con uno mismo.

– Para conectar con Dios hay que desconectar, hay que tener la soberanía del retiro, de retirarse, del apartarse. Si tú no te apartas, Él no puede entrar.

– ¿Qué es escuchar? Es un ejercicio de atención. La atención es la virtud humana por excelencia… Simone Weil dice ‘amar es estar atento’. Si quieres saber a quién ama, pregúntate a quién estás atento.

– La oración es la escuela de aprendizaje para estar atentos. 

– La consecuencia principal de la práctica de la meditación es que pierdes el miedo.

– La quietud es muy importante… no es lo mismo caminando: quietud.

– Respirar es lo más básico y esencial para la meditación… en la escuela nos daban muchos datos pero no nos han enseñado a respirar…

– El intelectual quiere penetrar en la realidad… el sabio intenta que la realidad penetre en él… fomentar la receptividad, la capacidad de acogida.

 

Aquí tenéis alguna información sacada de http://huellaszen.blogspot.com.es/2014/09/es-raro-encontrar-textos-sobre.html

 

Es raro encontrar textos sobre meditación en castellano escritos por autores contemporáneos, que valga la pena leer, sin embargo, recientemente, ha aparecido, publicada por Siruela una pequeña joya. Hablo de «La Biografía del silencio«, de Pablo D’Ors. El autor en cuestión está algo alejado de la línea de los textos normalmente publicados en este blog, cuya inspiración es la del budismo zen, especialmente de aquel que encuentra su fuente en el monje zen japonés del s. XIII Eihei Dogen.
 
Pablo D’Ors, nieto de Eugenio D’Ors, es un sacerdote católico, de origen hispano-alemán y del que solo tangecialmente se nos informa en el texto de su relación con una serie de enseñantes pertenecientes a la línea zen denominada Sambo Kyodan, aparecida en el siglo XX en Japón y en la cual solemos encontrar a una buena parte, no todos, de aquellos que practican un zen llamado a veces cristiano. No es este el momento de saber hasta que punto esta denominación de zen cristiano implica o no una contradicción en los términos, sin embargo diremos en favor del autor que ni el hecho de ser católico ni las referencias a lo extremo oriental es algo que se le note, ni que pese en este escrito. En cambio podemos hallar en él el relato de la experiencia del autor en su relación con la meditación, relato en el cual, creo, podemos vernos reflejados -en las dificultades y en las alegrías- muchos de aquellos que hemos decidido situar zazen en el centro de nuestras vidas.
 
El fragmento que publico a continuación está constituido por las primeras páginas del libro.
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Biografia del silencio
Pablo D’Ors
Comencé a sentarme a meditar en silencio y  quietud por mi cuenta y riesgo, sin nadie que me diera algunas nociones básicas o que me acompañara en el proceso. La simplicidad del método –sentarse, respirar, acallar los pensamientos…– y, sobre todo, la simplicidad de su pretensión –reconciliaral hombre con lo que es– me sedujeron desde el principio. Como soy de temperamento tenaz, me he mantenido fiel durante varios años a esta disciplina de, sencillamente, sentarse y recogerse; y enseguida comprendí que se trataba de aceptar con buen talante lo que viniera, fuera lo que fuese.
Durante los primeros meses meditaba mal, muy mal; tener la espalda recta y las rodillas dobladas no me resultaba nada fácil y, por si esto fuera poco, respiraba con cierta agitación. Me daba perfecta cuenta de que eso de sentarse sin hacer nada más era algo tan ajeno a mi formación y experiencia como, por contradictorio que parezca, connatural a lo que en el fondo yo era. Sin embargo, había algo muy poderoso que tiraba de mí: la intuición de que el camino de la meditación silenciosa me conduciría al encuentro conmigo mismo tanto o más que la literatura, a la que siempre he sido muy aficionado.
Para bien o para mal, desde mi más temprana adolescencia he sido alguien muy interesado en profundizar en mi propia identidad. Por eso he sido un ávido lector. Por eso cursé filosofía y teología en mi juventud. El peligro de una inclinación de este género es, por supuesto, el egocentrismo; pero gracias al sentarse, respirar y nada más, comencé a percatarme de que esta tendencia podía erradicarse no ya por la vía de la lucha y la renuncia, como se me había enseñado en la tradición cristiana, a la que pertenezco, sino por la del ridículo y la extenuación. Porque todo egocentrismo, también el mío, llevado a su extremo más radical, muestra su ridiculez e inviabilidad. De pronto, gracias a la meditación, incluso el narcisismo mostraba un lado positivo: gracias a él, podía perseverar yo en la práctica del silencio y de la quietud. Y es que hasta para el progreso espiritual es preciso tener una buena imagen de uno mismo.
Durante el primer año, estuve muy inquieto cuando me sentaba a meditar: me dolían las dorsales, el pecho, las piernas… A decir verdad, me dolía casi todo. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que prácticamente no había un instante en que no me doliera alguna parte del cuerpo; era solo que cuando me sentaba a meditar me hacía consciente de ese dolor. Tomé entonces el hábito de formular me algunas preguntas tales como: ¿qué me duele?, ¿cómo me duele? Y, mientras me preguntaba esto e intentaba responderme, lo cierto era que el dolor desaparecía o, sencillamente, cambiaba de lugar.
No tardé en extraer de esto una conclusión: la pura observación es transformadora; como diría Simone Weil –a quien empecé a leer en aquella época–, no hay arma más eficaz que la atención.
La inquietud mental, que fue lo que percibí justo después de las molestias físicas, no fue para mí una batalla menor o un obstáculo más soportable. Al contrario: un aburrimiento infinito me acechaba en muchas de mis sentadas, como empecé entonces a llamarlas. Me atormentaba quedar atrapado en alguna idea obsesiva, que no acertaba a erradicar; o en algún recuerdo desagradable, que persistía en presentarse precisamente durante la meditación. Yo respiraba armónicamente, pero mi mente era bombardeada con algún deseo incumplido, con la culpa ante alguno de mis múltiples fallos o con mis recurrentes miedos, que solían presentarse cada vez con nuevos disfraces. De todo esto huía yo con bastante torpeza: acortando los períodos de meditación, por ejemplo, o rascándome compulsivamente el cuello o la nariz –donde con frecuencia se concentraba un irritante picor–; también imaginando escenas que podrían haber sucedido –pues soy muy fantasioso–, componiendo frases para textos futuros –dado que soy escritor–, elaborando listas de tareas pendientes; recordando episodios de la jornada; ensoñando el día de mañana… ¿Debo continuar? Comprobé que quedarse en silencio con uno mismo es mucho más difícil de lo que, antes de intentarlo, había sospechado. No tardé en extraer de aquí una nueva conclusión: para mí resultaba casi insoportable estar conmigo mismo, motivo por el que escapaba permanentemente de mí. Este dictamen me llevó a la certeza de que, por amplios y rigurosos que hubieran sido los análisis que yo había hecho de mi conciencia durante mi década de formación universitaria, esa conciencia mía seguía siendo, después de todo, un territorio poco frecuentado.
La sensación era la de quien revuelve en el lodo. tenía que pasar algún tiempo hasta que el barro se fuera posando y el agua empezase a estar más clara. Pero soy voluntarioso, como ya he dicho y, con el paso de los meses, supe que cuando el agua se aclara, empieza a poblarse de plantas y peces. Supe también, con más tiempo y determinación aún, que esa flora y fauna interiores se enriquecen cuanto más se observan. Y ahora, cuando escribo este testimonio, estoy maravillado de cómo podía haber tanto fango donde ahora descubro una vida tan variada y exuberante.
Hasta que decidí practicar la meditación con todo el rigor del que fuera capaz había tenido tantas experiencias a lo largo de mi vida que había llegado a un punto en que, sin temor a exagerar, puedo decir que no sabía bien ni quién era: había viajado a muchos países; había leído miles de libros; tenía una agenda con muchísimos contactos y me había enamorado de más mujeres de las que podía recordar. Como muchos de mis contemporáneos, estaba convencido de que cuantas más experiencias tuviera y cuanto más intensas y fulgurantes fueran, más pronto y mejor llegaría a ser una persona en plenitud. Hoy sé que no es así: la cantidad de experiencias y su intensidad solo sirve para aturdirnos.
Vivir demasiadas experiencias suele ser perjudicial. No creo que el hombre esté hecho para la cantidad, sino para la calidad. Las experiencias, si vive uno para coleccionarlas, nos zarandean, nos ofrecen horizontes utópicos, nos emborrachan y confunden… Ahora diría incluso que cualquier experiencia, aun la de apariencia más inocente, suele ser demasiado vertiginosa para el alma humana, que solo se alimenta si el ritmo de lo que se la brinda es pausado.
Gracias a esa iniciación a la realidad que he descubierto con la meditación, supe que los peces de colores que hay en el fondo de ese océano que es la conciencia, esa flora y fauna interiores a las que me he referido un poco más arriba, solo pueden distinguirse cuando el mar está en calma, y no durante el oleaje y la tempestad de las experiencias. Y supe también que, cuando ese mar está en una calma aún mayor, ya no se distinguen ni los peces, sino solo el agua, el agua sin más. Pero a los seres humanos no suele bastarnos con los peces, y mucho menos simplemente con el agua; preferimos las olas: nos dan la impresión de vida, cuando lo cierto es que no son vida, sino solo vivacidad.
Hoy sé que conviene dejar de tener experiencias, sean del género que sean, y limitarse a vivir: dejar que la vida se exprese tal cual es, y no llenarla con los artificios de nuestros viajes o lecturas, relaciones o pasiones, espectáculos, entretenimientos, búsquedas… todas nuestras experiencias suelen competir con la vida y logran, casi siempre, desplazarla e incluso anularla. La verdadera vida está detrás de lo que nosotros llamamos vida. No viajar, no leer, no hablar…: todo eso es mejor que su contrario para el descubrimiento de la luz y de la paz.
Claro que para vislumbrar algo de todo esto que tan rápidamente se escribe y tan lentamente se llega a aprender tuve que familiarizarme con mis sensaciones corporales y, lo que es todavía más arduo, clasificar mis pensamientos y sentimientos, mis emociones. Porque es fácil decir que uno tiene distracciones, pero muy difícil, en cambio, saber qué clase de distracciones son las que padece.
 Pablo D’Ors
Biografía del silencio
Ed. Siruela, 2014