Ser buen pastor.
Cuidar de la gente.
Estimar.
Amar incondicionalmente.
Dar la vida.
Amar desde la gratuidad.
Así es nuestro Dios.
De esta manera se nos invita a ser hijos de Dios.
Nuestra vocación cristiana consiste en convertirnos en buenos pastores de nuestros prójimos.
El Reino de Dios sería la sociedad, la comunidad, donde reina esta manera de entender la vida. La clave divina aquí. Lo que nos convierte en divinos, espirituales, es esta capacidad, este poder. Estamos llamados a este amor por el amor que ha sido desrramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado en Cristo Jesús.
La Resurrección no nos viene de fuera, no es una «intervención» divina, no es un milagro o un saltarse las leyes de la naturaleza. No es un suceso que se imponga.
La Resurrección es la máxima autorrealización humana. Nuestro destino. Aunque ciertamente hacerse buen pastor va en contra de las leyes que rigen nuestros países, sociedades y vidas personales. ¡Cuánto nos queda por evolucionar!
Manos a la obra.
Jn 10,11-18
En aquel tiempo, Jesús habló así: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas.
También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre».