1.- Escuchar:

Dar tiempo gratuito al acompañado. Acompañar siempre es escuchar.
Existe el peligro de proyectar los propios esquemas y poner precipitadamente nombre a lo que está viviendo otra persona. Por eso hace falta primero escucha y experiencia.
La experiencia es como tener “ojo clínico” para detectar lo que esta persona está viviendo, sufriendo o sintiendo. La escucha te lleva a poner nombre a lo que le sucede a la persona, es como el diagnóstico.

2.- Liberar:

Quizá es la primera urgencia, la necesidad primera del que acude pidiendo ayuda. Posiblemente la persona viene porque se sabe atascada, hundida o perdida. Reconocer la necesidad hace posible la “escalera” para salir del bache, del problema. Si la persona que busca ayuda no se siente ayudada dejará el acompañamiento.
El saberse escuchado libera.

3.- Empoderar:

Antes de que la persona ayudada descubra su camino necesita sentirse capaz. Antes de ponerse a caminar en alguna dirección necesita sentir la fuerza interior, animada desde sus propias fuerzas. Es como descubrir un manantial en uno mismo, descubrir los dones de Dios.
El acompañante detecta esos dones y los convierte en fuerza espiritual.

4.- Caminar con…

Aunque no se avance, aunque no se haga nada, hay que estar al lado del acompañado. Suele uno hacerse consciente de esta realidad a posteriori, pero es una actitud que debe darse desde el inicio. La persona acompañada debe notar que estás a su lado. Implica encuentros, invertir tiempo y oración.

5.- Dar horizonte:

“Ayudar” a dar horizonte, claro. Porque es la misma persona acompañada la que tiene que descubrir o ponerse el horizonte. Y el acompañante está para ayudar a ponerle nombre a ese horizonte, o para ayudar a levantar la vista y mirar más allá.

6.- Amar, “estar por”:

La persona acompañada se convierte en destino de la “energía” del acompañante. Dedicarle tiempo, volver a escuchar pasivamente, pero con el Espíritu ya conectado ya. La sola presencia del acompañante es ya ayuda. Quizás es la “magia”, el poder del acompañamiento.