Históricamente hemos construido identidades basadas en raza y religión, entre otras características. Esta identidad ha dado cohesión y sentido comunitario a personas y grupos que de lo contrario hubieran avanzado penosamente. En vocabulario darwiniano, la raza y la religión han sido adaptativas y han generado un valor añadido a los grupos humanos, los han hecho más fuertes y por tanto se han impuesto a otros grupos no tan cohesionados. Pero con el paso del tiempo esta adaptación ha generado problemas: exclusión, violencia, guerras de poder… Para defender mi dignidad se debía rebajar la tuya. Un poco como la ley de la selva, pero versión homínida.
Nuestra humanidad ha progresado y la dignidad humana ha sido elevada sobre las identidades raciales y religiosas, es el avance de la ética. No es el color de mi piel, la sangre de mis venas, ni mi credo quien que hace digno, quien me da o te da a ti derechos… sino simplemente que eres, que somos humanos.
En la actualidad, donde en un mismo espacio cada vez convivimos más personas en diversidad de culturas, maneras de pensar y de rezar o de creer, lo adaptativo será poder convivir diferentes identidades, aprender unos de otros, y ser capaces de sentirnos seguros sin tener que dominar al diferente.
Las religiones tienen un gran papel en este reto de las sociedades actuales. ¿Cómo ser cristiano sin blindarse y refugiarse en lo de siempre? ¿Cómo y hasta dónde dialogar con el Islam y con las religiones orientales?
El Evangelio de hoy es profético respecto a estas dos maneras de buscar la identidad: “sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel” y “mujer (cananea, de otro credo) qué grande es tu fe”.
Mt 15,21-28.
Jesús partió de allí y se retiró al país de Tiro y de Sidón.
Entonces una mujer cananea, que procedía de esa región, comenzó a gritar: «¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio».
Pero él no le respondió nada. Sus discípulos se acercaron y le pidieron: «Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos».
Jesús respondió: «Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel».
Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: «¡Señor, socórreme!».
Jesús le dijo: «No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros». Ella respondió: «¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!».
Entonces Jesús le dijo: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!». Y en ese momento su hija quedó curada.
Jesús parece decirnos que la fe es esa fuerza interior, previa a cualquier religión, que nos hace buscar, movernos, superar las dificultades, encontrar sentido… para ser más humanos.
Muchas personas religiosas temen perder sus seguridades si se mezclan con otras religiones o con otras mentalidades. Puede ocurrir cuando la fe se basa en cosas externas o no personalizadas. Pero es más cierto que las personas que han convivido con los diferentes saben gestionar mejor sus propias creencias, aportan a la Iglesia una perspectiva más humana y espiritual que los que viven cerrados y asegurados en las creencias puras.
La auténtica experiencia espiritual te capacita para estar con el diferente, ensancha tu tienda para acoger al forastero, te abre el oído para escuchar otras músicas… lo contrario de todo fundamentalismo.