«Alzad los ojos a lo alto y mirad: ¿quién creó todo eso? El que a cada uno llama por su nombre. ¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído? El Señor es un Dios eterno y creó los confines del orbe. No se cansa, no se fatiga. Él da fuerza al cansado y vigor al inválido»
Is 40,26-31
Mis ojos admiraban la belleza de la creación.
El azul esmeralda del mar contrasta con el verdor de la montaña. Mar y cielo se unen en abrazo espiritual. ¡Inmensidad en la finitud de mi mirada!
La terraza de mi casa, o la de mi comunidad de la Casa Generalicia, se convierte en observatorio permanente, fábrica de pensamientos y de sentimientos, espacio sagrado desde el cual experimentar la gracia de una vida regalada, de una profunda mirada, de quietud y paz. Todo está calma, incluso mi agitado corazón.
Alzo mis ojos al infinito, contemplo el cielo de un azul intenso. Apenas una poca neblina de incertidumbre. Un suave viento pone las notas musicales a esta experiencia contemplativa. Mi pensamiento se deja llevar y, sin mareos racionales, viene a mi mente la belleza y la bondad de la creación. Es casi imposible, contemplando este pequeño rincón de nuestro mundo, no exclamar: ¡Gracias, Señor!
El amor de Dios se manifiesta también en todo lo creado, independientemente de cómo fuera creado. Al contemplar esta maravilla, te contemplo a ti, Señor. Mi corazón y mi mente rebosan de gratitud… me invitan a dejar tantos «peros», tantos condicionantes para no buscarte, tantas excusas para no encontrarte, tantos prejuicios para no dejar que Tú me llenes y te conviertas en el centro de mi vida. Quiero sentirme parte de su creación, feliz de estar seguro en sus manos.
Cierro los ojos… y veo… y miro… y siento…
Esta experiencia contemplativa me lleva a mi particular «recordis», a pasar de nuevo por mi corazón mi mundo, mi casa, mi tierra, mi familia, mis hermanos, mis amigos… me vienen a la mente profesores, antiguos alumnos, padres, personal no docente… sus personas, sus gestos, las experiencias compartidas a lo largo de mi vida. ¡Son parte de mi infinitud! Me dejo llevar sin nostalgias. Con ellos y desde ellos puedo contemplarte. Vuelvo a la quietud. ¡Fuera imágenes!
De nuevo, una suave brisa refresca mi húmeda piel. Lo noto, Te noto. Te siento. Abro mis ojos y vuelvo a contemplar. Vuelvo a percibir la presencia del Creador. Me siento en paz, sosegado, con vigor, con más fuerza para seguir caminando, para seguir esforzándome conforme a lo que nos pide nuestro Fundador: «… esforzaos ,a ejemplo de Jesucristo, en no querer sino lo que Dios quiere, cuándo y cómo lo quiere» M 24,1). Infinitud exigente.
Venimos de Ti, Señor. Ayúdame, ayuda a toda la humanidad a descubrirte, a reconocerte, a experimentarte, a mirar con ojos de fe la realidad, las personas, el mundo. Venimos de Ti porque en TI vivimos, nos movemos y existimos. Hch 17,8.
¡Infinitud!
Para meditar:
¿Has tenido tú alguna vez esta experiencia?
¿Has sentido palpitar tu corazón ante la profundidad del mar, la inmensidad de la montaña o al contemplar una flor?
¿Recuerdas tus experiencias de voluntariado o quizás ya están en el olvido?
¿Hasta qué punto te implicas en el cuidado de la creación?
¿Educas para una cultura del respeto, de compromiso con el medio ambiente, con toda la “casa común”?
¿La belleza de lo creado te ayuda en tu interioridad? ¿Expresan tus ojos una «mirada de fe»?
Para orar: «Todo lo creado»
Todo lo creado
es obra de tus manos.
La inmensidad del mar,
el azul del cielo,
el verdor de los árboles.
Las montañas,
los valles,
las llanuras…
Todo creado por Ti
para nuestro disfrute.
Los aves,
los peces,
todos los animales los creaste Tú
para nuestro gozo, alimento o compañía.
Nos creaste a nosotros,
nos hiciste a tu imagen,
nos diste la sabiduría,
la visión, el oído, el gusto, el olfato y el tacto.
Nos regalaste la dignidad de ser personas.
Reconozco tu mano en todo lo creado.
Te siento en cada suspirar.
Palpito al ritmo de tu presencia.
Nada de Ti me es ajeno,
salvo tu misterio.
Ayúdame a cuidar de tu creación.
Dame la visión para poderla contemplar
y el sano juicio para no contribuir a destruirla.
¡Nunca!
Enséñame cómo caminar
entre los hombres y mujeres
de nuestro mundo, tú mundo.
Como la madre a su hijo pequeño,
enséñame los pasos que me lleven
a acoger al otro como hermano.
Que nada del otro me sea extraño.
Que me identifique con su gozo
y con su sufrimiento.
Que cada uno de mis pasos,
sean para acrecentar
la justicia,
La Paz,
la solidaridad…
¡el amor!
Porque para ello nos has hecho
parte de tu creación.