Los relatos que nos cuentan los Evangelios no son crónicas de un periodista sobre el terreno. Son relatos de fe. Quieren expresar una experiencia religiosa.
Hace casi dos mil años ¿cómo se expresaban? Pues eso: nubes, voces del cielo, luces, encima de una montaña (lugar sagrado para cualquier religión), vestidos refulgentes, apariciones… El del monte Tabor es una excelente literatura. En su sentido más positivo.
Pero el reto viene ahora: ¿cómo se comunicaría hoy una experiencia religiosa? ¿con qué señales? No va a ser con un lengua que se dé de patadas con es sentido científico y racional actual. Un evangelista actual ¿hablaría de apariciones exteriores o de descubrimientos interiores?
Describiría sensaciones, sentimientos, visiones… Hablaría de conexión con lo divino, de tranformación de la persona, de creatividad interior. Hoy no nos hacen falta milagros, truenos y relámpagos para describir lo religioso, para indicar la presencia divina, sus señales.

Evangelio según San Mateo 17,1-9

Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo». Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo». Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

La persona del siglo XXI no puede pensar lo divino desde lo exterior, fuera de lo humano, desde otra realidad sobrenatural. Dios no interviene desde fuera… ¡No intervino ni para evitar la cruz de su hijo! Hoy las señales divina surgen desde dentro de la realidad, desde lo humano-encarnado. Ya no dice mucho un dios castigador, tapaagujeros, milagrero… ni un Cristo «supermán», que lo sabe todo, superpoderoso… hoy releemos el relato del Tabor y sentimos a Dios dentro de nuestra piel, desde nuestra conciencia, catalizador de nuestra voluntad, en medio de las pobrezas, en la voluntad solidaria, en el pan repartido sin tanto ritual e incienso, en la comunidad que comparte su fe.
¿Señales divinas? que de dentro de tus entrañas salga el amor, la mejor señal de que estás habitado por lo divino; el resto es literatura, es decir, palabras humanas que señalan la vida, pero que no son vida.