Rara vez nos paramos a pensar por qué somos cristianos.
¿Qué nos ha proporcionado Jesús para que le sigamos?
¿Será tradición? Probablemente vivimos de la rutina que nuestra cultura y sociedad nos marca, de la fe que se nos ha inculcado y de las experiencias que hemos ido acumulando a lo largo de nuestra vida. Y con ello la pregunta no nos es necesaria. Nos viene dada. No necesitamos más. Somos cristianos sociales.
Pero cuando miramos en lo profundo de nuestro ser, en lo más íntimo y personal, donde sólo nosotros podemos acceder, y nos hacemos la misma pregunta:
¿por qué somos cristianos?
…¿qué respondemos?
Si nos detenemos a observar nuestra historia personal, encontraremos multitud de momentos en los que Dios ha estado presente en nuestras vidas. Momentos felices, algunos no tantos; y otros duros y difíciles, pero momentos en los que vemos que Dios está ahí, que su amor es infinito y que su llamada a construir el Reino de Dios en la tierra es clara,… ahí es fácil decir “soy cristiano”, y soy cristiano porque lo vivo, porque lo siento, porque lo veo, porque lo deseo…
Pero hay veces que la respuesta no es tan fácil de dar, simplemente Dios no está. O mejor dicho, nosotros no le vemos. En esos momentos nos convertimos en paralíticos, en personas bloqueadas, en seres que no encuentran la justificación final al seguimiento de la palabra de Dios. No sabemos por qué somos cristianos y llegamos incluso a dudar de que Dios pueda existir o que sea una invención.
En estos momentos en que la pregunta se nos resiste es donde más conciencia de Iglesia podemos tener. Somos el paralítico que es totalmente dependiente de la ayuda de sus amigos. Cuatro personas que le llevan en volandas y hacen lo que sea por acercarle a Jesús. Nuestra comunidad, la comunidad cristiana, la Iglesia de la que formamos parte, es precisamente estos cuatro amigos. Es la balsa en la que debemos agarrarnos para que con su ayuda y amor llegar otra vez a la presencia de Dios; o es la fuerza intensa que, cuando vea que flaqueamos y nos podemos hundir, tirará de nosotros de forma altruista y desinteresada para subirnos de nuevo a bordo.
Mc 2, 1-10
Algunos días después volvió Jesús a entrar en Cafarnaún.
Al saber que estaba en casa, se juntaron tantos que ni siquiera cabían frente a la puerta, y él les anunciaba el mensaje. Entonces, entre cuatro, le llevaron un paralítico. Pero como había mucha gente y no podían llegar hasta Jesús, quitaron parte del techo encima de donde él estaba, y por la abertura bajaron en una camilla al enfermo.
Cuando Jesús vio la fe que tenían, dijo al enfermo: –Hijo mío, tus pecados quedan perdonados.
Algunos maestros de la ley que estaban allí sentados pensaron: “¿Cómo se atreve este a hablar así? Sus palabras son una ofensa contra Dios. Nadie puede perdonar pecados, sino solamente Dios.”
Pero Jesús se dio cuenta en seguida de lo que estaban pensando y les preguntó: –¿Por qué pensáis así? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: ‘Tus pecados quedan perdonados’ o decirle: ‘Levántate, toma tu camilla y anda’? Pues voy a demostraros que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados. Entonces dijo al paralítico: – A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.
El enfermo se levantó en el acto, y tomando su camilla salió de allí a la vista de todos. Así que todos se admiraron y alabaron a Dios diciendo: –Nunca habíamos visto nada semejante.
Bien pensado, también podemos ser esos amigos, laIglesia que se preocupa por las gentes de nuestra comunidad, que está pendiente de nuestro alrededor, de aquellos que ve que se encuentran perdidos, que son paralíticos en la fe de Dios y que, sin saberlo, emiten un grito de ayuda silencioso. Podemos y debemos convertir este grito desgarrado en amor, en luz que ilumine su despertar a Dios o aclare el camino que de nuevo le llevará a El, a través de nuestra forma de vida, nuestra cercanía, nuestro amor y fraternidad. Subirle a la camilla y acercarle de nuevo a Dios.