Resulta difícil encajar este libro dentro de una categoría al uso. Podíamos decir que tiene que ver con la vida cristiana, aunque va más allá de ella, pudiendo hablarse de lo que uno debe hacer para vivir honestamente.
El libro de Torralba está sembrado de pequeños artículos, en torno a diversos núcleos que tienen que ver con la vida ordinaria y con la necesidad de vivirla de manera adecuada.
A medida que vamos adelantado su lectura, van apareciendo muchos términos que el autor desgrana de manera sencilla. Es como si escarbara dentro de lo habitual para decirnos que no echemos en saco roto hacernos preguntas que tienen que ver con el lado más humano del vivir; de tal forma que, al terminar, uno tiene la sensación de haber ido recorriendo los diversos aconteceres de la vida (el tiempo, el trabajo, la política, el descanso, el mismo vivir, etc.) y hacernos caer en la cuenta de por qué hacemos lo que hacemos o por qué nos comportamos así, tanto en el buen sentido como en el menos adecuado.
A lo largo del volumen aparecen muchas palabras que suenan como aldabonazos dentro del cotidiano vivir. Algunos términos, con solo nombrarlos, ya nos dicen que eso de vivir “éticamente” debe ser una necesidad para un mundo diferente: liderazgo, indignación, pertenencia, avaricia, soberbia, envidia, bondad, código ético, consumo, frustración, paz, compasión, etc. Son variados los términos que el autor nos va recordando con expresiones que tienen mucho que ver con el vivir de cada día, justificando que unos están engarzados en otros y lanzándonos (en el mejor de los sentidos, o desafiándonos, si queremos verlo así) a vivir de manera diferente, poniendo en el centro de nuestras preocupaciones algo que no tiene una respuesta lógica a una pregunta que, el propio autor, reconoce que le hicieron unos críos de once años: ¿Por qué tenemos que ser buenos? ¿Qué sacamos con ello? ¿Sale a cuenta esto de ser buenos? (p. 212)
Y cuando trata de dar una respuesta, que tiene mucho que ver con todo lo anteriormente expuesto en el libro en las páginas anteriores, llega a la conclusión (acaso suene a paradoja) que esas preguntas no tienen respuesta consistente, pues “… quien obra éticamente, no lo hace por el dinero, ni por el prestigio, ni por el poder, ni por repercusión mediática… sino porque siente que ha de hacerlo, porque experimenta una llamada interior que le mueve a obrar así… Porque la ética es un movimiento del corazón… que causa el bien a unos y a otros y que no se puede incluir en la lógica mercantil…” (p. 216).
Por eso, creo que el libro nos desafía enormemente a hacernos la pregunta de cómo vivimos, qué intereses tenemos en hacer lo que hacemos (sea en la política, los negocios, el arte, la educación, etc. ) y nos invita a “vivir éticamente” porque poniendo en nuestra vida valores éticos (bondad, mansedumbre, misericordia, paz, comprensión, disponibilidad, sensibilidad hacia el dolor del otro, etc.) estaremos alumbrando un mundo diferente. Y en eso, sí vale la pena perder el tiempo; bueno, no se pierde, se gana en responsabilidad y en honestidad al trabajar por dejar un futuro mejor a las generaciones venideras. Y ahí, sí, ahí vale la pena jugársela a tope.