Rodríguez Olaizola, J.M. Bailar con la soledad, Sal Terrae, Santander, 2018, 199 pp.

José María R. Olaizola arranca su escrito con estas palabras: “Una de las experiencias más universales y más humanas que podemos tener es la soledad. Es una peculiar compañera de camino. Un sentimiento complejo, que a veces trae paz, pero en otras ocasiones, nos abruma sin que sepamos bien qué hacer con eso que remueve en nosotros” (p.13)

 Casi bastarían estas palabras para zambullirse en el libro y empezar a “bailar” con la soledad, no tanto para acompañarla, sino porque se ofrece como compañera de baile, aunque a veces no la elijamos. Porque la soledad está en cada recodo del camino que hacemos, ya sea que estemos en medio de una gran manifestación, acompañados por mucha gente o en medio de la más absoluta sencillez de una habitación o un lugar deshabitado. La soledad nos envuelve… si bien de formas diferentes en cada una de las situaciones.

De ahí que el autor se proponga explicar de una manera sencilla, atrayente y que cautiva, con un lenguaje asequible, cómo la soledad se hace amiga nuestra, “como una amante” con muchos rostros y que en ocasiones acaricia y, en otras, muerde.

El libro nos va haciendo caer en la cuenta de aquellos motivos que tenemos para una soledad engañosa, hiriente y egoísta (“los otros me importan poco”, “soy un desastre porque a los otros siempre les va mejor que a mi”, etc.) a los que se juntan a veces motivos mediáticos, donde las comunicaciones aíslan, generan espacios de soledad no buscada que adormecen y muerden porque están llenos de incomunicación y hasta de hastío.

Así, el autor, experto en redes sociales y comunicación, nos hace caer en la cuenta de que muchos podemos estar “a la caza del like” para, según dicen las redes sociales, tener más amigos. ¿De verdad, tener más amigos?  O, ¿no será una triste sensación, de no saber cómo salir del embrollo en que nos hemos metido queriendo estar en todas partes y no estar en ninguna de manera plena?

Claro que no podemos quedarnos en aquello que oscurece el baile con una soledad no buscada, impuesta a veces desde fuera, que agota y adormece, que desequilibra y hastía, para buscar y “bailar” con aquella soledad que da hondura, buscada, desde la necesidad de saberse aceptado uno por sí mismo, sabiendo cuáles son los límites y las posibilidades de cada uno, con honradez, para tomarse en serio sin crearse falsas expectativas, pero sabiendo también las posibilidades (en creatividad, en iniciativa, en gratuidad, en aceptación del otro, etc.).

No cabe duda de que nuestra vida se fortalece en los encuentros. El autor propone al final del libro encuentros de tribu, de tu gente, de ti mismo contigo, de uno con Dios que tampoco está ausente del todo del vivir diario.

Al final, luego de haber ido pasando por varias etapas donde van apareciendo el rencor, la culpa, el abandono, las heridas (trae a colación el texto de Miguel Hernández, al recordarnos en uno de sus poemas, “… con tres heridas vengo: la de la vida, la del amor, la de la muerte) y se atreve el autor a conservar y explicar en el libro las dos últimas y cambia la primera por la herida de la fe, ya que en la sociedad en que vivimos (intolerancia, negatividad ante lo religioso, indiferencia, etc.) a veces, vivir la fe incluso con un grupo, supone vivirlo en soledad, porque suponen un salto en el vacío que nadie puede dar por ti.

Un libro ameno en su lectura, fácil de leer, apto para todos los públicos (va ya por la 8ª edición) y donde el autor nos anima a no echar en saco roto el baile que, en una u otra situación de la vida, tendremos que hacer con la soledad. Ojalá salgamos airosos de ese encuentro porque eso nos permitirá vivir con más hondura nuestro ser de personas y, si es el caso, de personas creyentes en Jesús.